La Nintendo Switch 2, la mejor economía del mundo y el efecto anclaje
La primera información, sea un precio o una valoración política, ancla el marco de pensamiento
El primer juguete que Nintendo vendió fue un brazo extensible con el que un joven Gunpei Yokoi empezó a experimentar por puro entretenimiento. Con un mecanismo muy simple, el “ultrabrazo” vendió más de un millón de unidades y salvó a la compañía de la bancarrota. A este primer éxito le siguieron múltiples fracasos. El más sonado fue el de un sofisticado juego de conducción que, por primera vez, funcionaba con electricidad. Yokoi llegó a la conclusión de que no tenía sentido competir con las compañías eléctricas más punteras, pero tampoco con los fabricantes tradicionales de juguetes. Dio un paso atrás para utilizar la tecnología más simple posible, pero desde una perspectiva innovadora. Yokoi es un referente del pensamiento amplio y lateral.
Más adelante, en 1989, Nintendo lanzó la Game Boy. La primera consola portátil salió al mercado tecnológicamente obsoleta. No resistía ninguna comparación con las consolas de Sega o Atari. Sin embargo, compensaba sus pobres prestaciones con su experiencia de uso: era barata, manejable y duradera. Cuando una empresa competidora se puso a preparar una consola portátil más potente, un compañero, preocupado, se lo contó a Yokoi. Este le preguntó si la consola tendría una pantalla en color. Ante la respuesta afirmativa, Yokoi respondió: “Entonces no hay problema”.
La Game Boy fue la consola más vendida del siglo XX y Nintendo se impregnó de su filosofía experimentadora. Yokoi murió en 1997 en un accidente de tráfico. Más adelante, la compañía volvió a revolucionar el sector con la Wii, y de nuevo lo hizo fiel a su filosofía y con un hardware muy pobre. Según Yokoi, la razón de ser de Nintendo desaparecería si caía en la competición absurda por el procesamiento más potente. Nintendo en general, y Yokoi en particular, son ejemplos paradigmáticos de la importancia de identificar la esencia y conservarla sin renunciar a la innovación. Aunque suene contraintuitivo, lo mejor no siempre es lo mejor.
Este miércoles, Nintendo presentó la Nintendo Switch 2 en la que fue, probablemente, la presentación menos nintendera de su historia. Destacaron, para bien, sus prestaciones y, para mal, su precio. Los juegos de Nintendo Switch 2 costarán hasta 90 euros, lo que no solo es un atraco en términos generales, sino también un giro importante en la propia política de Nintendo: tanto la primera Switch como sus juegos fueron los más baratos del mercado de toda su generación.
La reacción del mundo gamer ha sido unánime: han empañado la presentación de la que podría ser la consola más exitosa de la historia con una sola cifra de dos dígitos. Mi teoría, sin ser un experto en el tema, es la siguiente: serán muy pocos los juegos que realmente salgan por 90 €, pero la función principal de esta cifra es amortiguar la subida generalizada de la mayoría de los juegos, que es lo más preocupante. Si el título más caro de la primera Switch llegó a costar 60 €, el promedio de la Switch 2 superará esa cantidad. El objetivo de los 90 € es que no nos duela tanto cuando nos cobren 70 € por un juego medio (que correrá en condiciones notablemente inferiores que en las consolas de Sony o Microsoft). El objetivo de los 90 € es generar un efecto anclaje.
El efecto anclaje es un sesgo psicológico que sufrimos cuando nos dejamos influenciar por la primera información que recibimos. La primera información ancla el marco de pensamiento y reenmarca el debate. 70 € es una subida importante si los precios de referencia son los de la primera Switch, pero esa percepción cambia si el precio de referencia son los 90 € que alcanzarán los más caros. La primera cifra es clave en una negociación: si la otra parte no es hábil, acercará la horquilla de negociación a la parte que la fije. Por esta misma razón, los concesionarios colocan los coches más caros en las zonas más visibles.
Imagina que te pido, lector inteligente y racional, que cojas un folio en blanco y anotes tu número de DNI. A continuación, te pido que pongas el número de países que crees que hay en África. Aunque te sorprenda, el número de países que escribirás será más alto del que pondrías si partieras del folio en blanco, es decir, si antes no hubieras anotado tu DNI (que tiene bastantes dígitos). No hay ninguna relación entre ambas cifras, pero nuestro cerebro es víctima de innumerables sesgos, y la mayoría de las veces lo es sin que nos demos cuenta. Somos sistemática y previsiblemente irracionales.
A dos grupos de estudiantes les pusieron el siguiente ejercicio, que debían responder en cinco segundos. El primer grupo debía realizar el siguiente cálculo aritmético: 8x7x6x5x4x3x2x1, y el segundo este: 1x2x3x4x5x6x7x8. Como ya estás en guardia, te habrás dado cuenta de que, en realidad, son las mismas operaciones. Así pues, los resultados deberían ser similares. Sin embargo, la media de las respuestas del primer grupo fue de 2.250 y la del segundo de 512. La razón de esta diferencia está clara: el punto de partida para el primer grupo era el 8 y para el segundo era el 1.
Aunque parezca que no tiene conexión, este es uno de los motivos por los que los políticos exageran las valoraciones en sus discursos. En España sigue existiendo la pobreza y la precariedad. Las cifras macroeconómicas van bien, pero la situación de millones de españoles no mejora, e incluso en demasiadas ocasiones empeora. Las dificultades de los jóvenes para acceder a una vivienda –sea a través de la compra o el alquiler– son un motivo más que suficiente para causar sonrojo. Sin embargo, Pedro Sánchez afirma que “la economía española es la mejor del mundo” o que “va como una moto”. Y mi opinión es que, en términos comunicativos, hace lo correcto.
La oposición trabaja para que la horquilla de las valoraciones sobre el Gobierno oscile entre malas y muy malas. Exagera para empujar a su público objetivo hacia la máxima negatividad y, por lo tanto, hacia una oposición más militante. No creo que los dirigentes del PP realmente piensen que vivimos en una dictadura, pero la hipérbole puede servir para fijar a algún conservador despistado. (Ayer, Pablo Batalla comentó que leyó El Mundo y el artículo de Jorge Bustos parecía tener la intención de recordar a sus lectores que, aunque Sánchez lo esté haciendo bien frente a Trump, no dejaba de ser un oportunista, un tramposo, etc.). Si soy una persona de derechas moderada y de este Gobierno se dice que es el origen de todos los males, puedo pensar que los míos exageran, pero también que algo habrá. Las exageraciones anclan la horquilla y la estiran hacia la derecha.
Sánchez, con sus exageraciones, trata de hacer lo propio. No pretende que la gente crea literalmente que la economía española es la mejor del mundo. Se conformará, probablemente, con que pensemos que la economía va bien, sin alardes. Y para eso necesita afirmar que va muy bien. Un mensaje modesto o acomplejado no tendría la fuerza necesaria para desplazar la horquilla hacia valoraciones más positivas, hacia la izquierda.
Conozco a gobernantes que tienen dificultades para defender su gestión porque son humildes y autoexigentes. Todavía quedan muchas reivindicaciones por cumplir, muchos avances por alcanzar: si nos flipamos, la gente nos pondrá la cara colorada. Se trata de una reflexión lógica y, por supuesto, respetable. El problema es que, especialmente en estos tiempos de polarización, solo un ejército con la moral alta puede estirar la horquilla de las valoraciones para que no se fije donde quiere la oposición. “Hacemos lo que podemos y nosotros tampoco estamos satisfechos” puede ser una reflexión legítima, pero no es un mensaje de combate.
¿Vale cualquier recurso? No: la horquilla se puede estirar, pero sin romper la credibilidad, como si se tratara de una goma elástica.
Comunicar en tiempos de hombres fuertes, de Xavier Peytiby, en Política&Prosa.
La banalidad del lenguaje político, de Antoni Gutiérrez-Rubí en La Vanguardia.
Lo que la RC y Noboa no ven, de Javier Rodríguez en La Parte Honda.
Con la democracia se come, de Nico Ajzenman en Esto no es economía.
Cuando aranceles y cañones van de la mano, de Alberto Garzón en eldiario.es.
Jugar al solitario en caso de guerra, de Lucía Tolosa en eldiario.es.
Mapa para un mundo convulso, de Mario Ríos en Política&Prosa.
La trampa emocional de la política, de Francisco R. Vargas y Juan Manuel Barrios en El Patio Político.
Sumar se redefine: ¿Una estrategia acertada?, de Eduardo Bayón en El Análisis.
La República de Revilla, de Pablo Batalla en Público.
Elástico. El poder del pensamiento flexible, de Leonard Mlodinow (2019, Paidós)
Mlodinow es un genio. Matemático y físico (ha colaborado con Stephen Hawking: escribieron juntos Brevísima historia del tiempo y El gran diseño), pero también guionista. Aunque no sea neurocientífico en sentido estricto, conoce bien nuestro cerebro y, por lo tanto, nuestra manera de ser y estar en el mundo; nuestra manera de pensar, experimentar y tomar decisiones.
Hola Ángel, qué interesante. Pero no puedo dejar de comentar el lenguaje militar que subyace en tu texto: moral, combate... Solo así se entiende esta lógica de simplificación de mensajes que son más bien proyectiles que argumentos.
¿Se ha perdido entonces para siempre una lógica de confrontación política racional? ¿O es que nunca la hubo?
Ya puedes intuir mi respuesta: nunca la hubo, pero es verdad que también hay niveles (y ahora exageramos). “En busca de la racionalidad perdida” sería un buen titulo (con algo de ironía) para un artículo en esa línea…